
Decía un pensador que la poesía es de quién la necesita. Yo ahora agarro cuanta poesía y literatura me quepa en el alma y escribo esta pequeña crónica para poder sobrevolar con mis amigos periodistas y empresarios, como estorninos, este panorama de economía y política que, cual tormenta tropical, nos inunda con cangrejos y olores varios. Olor a tabaco y Chanel, diría la canción de Bacilos.
Tomo el hilo del cuento de Gabo, e imagino ahora a Pelayo, el protagonista, cuando descubrió a un señor que era muy viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y que a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas y la vecina dijo que era un ángel, aunque nadie le creía.
Y, puestos en la metáfora, imaginé y parafraseo al autor, que ese señor muy viejo con unas alas enormes, es una empresa de las que he visto docenas. Como las empresas y empresarios que tuvieron sus alas grandes, blancas y resplandecientes y ahora las veo con sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, encalladas para siempre en el lodazal de la falta de propósito, y de la necesidad de volar.
Como las empresas que ven esfumarse sus esfuerzos y ganancias por los desmedidos impuestos y leyes del gobierno de izquierda en México, por más grandes que tengan las alas.
Como las grandes maquilas y las pequeñas empresas en Honduras, que ven desaparecer su futuro, desilusionados por las promesas de Xiomara Castro, cara sin voz de un Estado ineficiente y anticuado lleno de funcionarios sin alas.
Como las empresas de Colombia, enfrentadas a la incertidumbre de un Petro y su gobierno, errático si los hay, aunque las alas de esas empresas conozcan más allá de los Andes.
Y veo que en pocos días, a menos que los demonios que gobiernan Venezuela actúen, Maduro, Cabello y la momia nostálgica de Chávez no podrán impedir que las empresas poderosas de aquel país retomen el vuelo. Y los sátrapas volarán, seguro a Cuba o Irán.
Y veo que desde Paraguay, esa isla rodeada de tierra que contaba Augusto Roa Bastos, se van cansando de sloganes vacíos de agencia de viajes de medio pelo que rezan ”ven y descubre….”. Se cansaron de esperar que vayan a descubrirlos, y mejor van desplegando las alas aquellos que saben que hay vida más allá del mar de tierra que los rodea.
Y si llega Trump al poder, una posibilidad que toma cada vez más vuelo, los países del Foro de San Pablo – Bolivia, Nicaragua, Honduras, Brasil, Colombia, México y otros más – encontrarán un panorama de viento adverso desde la Casa Blanca. En muchos casos quedarán desplumados.
Como las empresas y empresarios que nos gustan y admiramos, el ángel pasó muy malos momentos. A veces Pelayo y Elisenda pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos. Sin embargo, -cuenta el cuento- no sólo el viejo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles.
En algún momento de la historia que nos ata, el padre Gonzaga llega a la casa de Pelayo y Elisenda para conocer al señor de las alas enormes. Allí, el padre argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. El padre Gonzaga no supo o no quiso reconocer que era un ángel.
El padre no lo vio, al igual que muchos gobiernos miopes. Y eso a pesar de que el ángel que vivía en el gallinero había realizado algunos milagros, cuenta Gabo, desordenados eso sí, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería. Milagros, al fin de cuentas.
Y el ángel –como un empresario- se iba recuperando y pasaba de la cocina al cuarto, y se movía, a pesar de los escobazos de Elisenda que gritaba que ”era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles”.
Al fin, el ángel, como las empresas con propósito y sin fronteras, salió del barro y la pestilencia y extendió las alas y voló –a la vista de Elisenda que pelaba cebollas- hasta convertirse en un punto imaginario en el horizonte del mar.